domingo, 14 de enero de 2018

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN. LIBRO SEGUNDO III,5


 III,5. En este mismo año se interrumpieron mis estudios, cuando estaba de regreso en Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un vecino muy modesto de Tagaste. Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la parte de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para que hago esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe? ¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se ocupaban tanto de sus hijos. Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo (dummodo essem disertus vel desertus potius a cultura tua), ¡oh Dios!, que eres el único, verdadero y buen Señor de tu campo: mi corazón.
6. Pero en aquel décimosexto año se impuso un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, comencé vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis pasiones, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día, en los baños públicos, ese padre me vió que llegaba a la pubertad y que estaba revestido de una inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, se fue alegre a contárselo a mi madre; alegre por la embriaguez con que el mundo se olvida de ti, su Creador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo. Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto desde hacía poco. De aquí que ella se sobresaltara con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro. 
7. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra? Ella quería –y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud– que no fornicase y, sobre todo, que no cometiese adulterio con una mujer casada. Pero estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Mas en realidad eran tuyas, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella; por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio. Pero yo no lo sabía, y me precipitabas con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto cuanto más indecentes eran, agradando hacerlas no solo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de reproche que el vicio? Y, sin embargo, por no ser reprochado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase con los más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer más despreciable, por el hecho de ser más inocente; ni ser tenido por más vil, por el hecho de ser más casto. 

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