lunes, 12 de febrero de 2018

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN. LIBRO CUARTO IV,9.



9. ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había compartido con él se me volvía sin él un suplicio cruelísimo. Mis ojos le buscaban por todas partes y no aparecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Yo me había vuelto para a mí mismo una gran dificultado (factus eram ipse mihi magna quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: «Espera en Dios», ella no me hacía caso, y con razón, porque más real y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que aquel fantasma en el que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón.

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