lunes, 16 de abril de 2018

EL LIBRO DE JUAN FRANCISCO (Parte 8) Facundo Cabral. Transcripción Juana Macedo

Caminé tanto, viví tan intensamente el mundo que hoy muchos se me acercan para saber entre muchas cosas, cómo son las mañanas del mar negro y las noches de la Jordania que siempre me llevaba a Elat en el golfo de Acaba sobre el mar rojo, donde un viejo beduino me dijo: El jinete es la conciencia del caballo que lo lleva, y los desastres naturales son los efectos de guerra que suceden en los cielos, y nosotros las repetimos en pequeño, aunque nos provoquen grandes dolores.

Volviendo a la adolescencia, sin conocer el mundo, yo estaba seguro que Nely era la más linda del mundo, por eso la perseguía por todas partes, porque verla aunque fuera de lejos me hacia sentir una emoción que no había sentido nunca, eso es el amor, me dijo mi abuela que sabía mucho de esas cosas y temblé de alegría y de miedo. Una tarde antes de entrar a su casa Nely se detuvo , se dio vuelta y me sonrió, segura de que yo estaba ahí como todos los días y fue tanta mi felicidad que di varias vueltas al pueblo en mi bicicleta verde, crucé a gran velocidad los campos de Cristense el arroyo seco, me perdí en los trigales de Santa Marina y aparecí milagrosamente en el camino de tierra que llevaba a los cuarteles, a los que les dí tanta vuelta como al cementerio donde los muertos me aplaudieron en silencio. 

Al volver a mi casa mi madre me vio tan contento que me abrazó feliz sin preguntar que me pasaba, aunque sospecho que estaba segura que esas alegrías solo las provoca el amor. Como el elefante se queda quieto durante horas recordando sus vidas anteriores, yo me siendo más cómodo en el sillón a recordar, por ejemplo, lo que me dijo el piel roja que pescaba con la lanza: Mis abuelos mataban al oso cuando llegaba a viejo para liberar a su espíritu, porque con el cuerpo no podía volver a su tierra que para los pieles rojas es uno de los estadios del cielo, donde la vida es serena y para siempre,… “el cuerpo es para aquí, abajo, por eso debe quedar aquí”, me dijo el piel roja, mientras lavaba raíces en el río, atento por si bajaba el oso, el rey de la montaña, el oso que adoró el hombre primitivo en las cuevas, donde también se adoraba al fuego y se repetía con sangre a los animales en las paredes, el fuego que multiplicó a la sombra del oso que cuando vuela es la noche, para que cantemos canciones y hagamos hijos, me dijo el piel roja entre amapolas a las que se las festejaba cada 2 años con una semana de silencio.

El fuego es el hijo del sol, que nos lo manda a través de los volcanes, por donde los malos espíritus vuelven al infierno que se creó, por ustedes los blancos, que se dejan tentar por todas las enfermedades, hasta llevan los pasos de la muerte en la muñeca, me dijo el piel roja mirando mi reloj y después de un largo silencio, mirando a su mujer, bella y silenciosa, me dijo, como meditando en voz alta. “La mujer es un pequeñoo jardín que debe cultivar el hombre, desde aquel que corría al búfalo hacia el abismo, única manera de matarlo y que a manera de matarlo. A este que cobardemente mata a distancia, pero aquí sobre el desierto interminable, el eterno azul no nos permite distraernos de la vida, que es responsabilidad de uno y esto exige valentía, afirmó con el puño cerrado el piel roja, que en la despedida entre escorpiones y víboras me dijo: Mis abuelos se comían al búfalo para heredar su fuerza, al puma para heredar su sagacidad, al águila para heredar su vista y al león para quedarse con su espíritu, y si hubiera habido elefantes se los hubieran comido para heredar su memoria, y si hubiera habido vacas se las hubieran comido para heredar su serenidad, como verá aquí a cuanta más muerte, mas vida... (Sigue 9)

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